Desde mi ventana escucho las voces de los transeúntes
cada mañana. Pasan a la misma hora, por el mismo lugar; algunos. Escucho pasos
lentos, pasos rápidos, pasos sin rumbo, los primeros pitidos de la mañana. Lo
escucho todo, y no veo nada. Cierro los ojos en el silencio de mi refugio e
imagino; gente que va y viene con prisa, con calma, con la rutina de cada día.
Mientras tanto, yo sigo siendo la habitante de mi
propio silencio donde no distingo los pasos rápidos de los pasos lentos, las
risas de los llantos, mi vida del mundo real. El silencio sigue reinando en su
territorio oscuro rodeados de finas paredes que poco a poco se van cerrando sin
darme cuenta. Y lo hacen despacio, sin prisa para que no me entere. Quieren
retenerme en la oscuridad de mis párpados.
Pero el negro deja de ser tan negro y las primeras
luces empiezan a despertar en mí; me obligan a abrir mi pequeña fortaleza otra
vez.
Otra vez los pasos, las risas, los llantos. Vuelvo
a escucharlo todo. El silencioso paso de los muros retrocede poco a poco, otra
vez. Lo dejan todo tal y como estaba porque piensan que desde la oscuridad todo
es negro, que nada más se ve.
Quizá, para algunos la rutina es eso: andar con
prisas cada día de un lado para otro, inmersos en sus pensamientos, en sus
inquietudes y quehaceres. La mía es salvarme cada día de la asfixia,
desprenderme del refugio de mi propio silencio, caminar hasta ver los primeros
rayos de luz y volver a sentir la realidad. El tacto de las sábanas rozando mi
piel y el mundo viviendo su vida como todos desde su propio infierno.
Me levanto, a seguir en un mundo de prisas y
rutinas.