lunes, 4 de enero de 2016

Días grises.

Me gusta y me disgusta el gris del cielo. El viento que golpea el cristal de mi ventana mientras el frío corretea entre las hojas que vuelan. Me gusta el primer rayo de sol que aparece entre las nubes y entra por el cristal dividiéndose en pequeños destellos. Salir a la calle y que el viento desmelene mi pelo y agriete mis labios. Pasear entre callejones perdidos que esconden miles de historias encerradas en el recuerdo de quienes las vivieron.

Nunca he sido una aficionada a las películas románticas, siempre me conformaba con las pequeñas historias del resto, con las que una vez pasaron de verdad; Siempre me conformé con la realidad. Soy de las que pertenecen a ese pequeño porcentaje de los que creen que no todo es de color de rosa, ni todo negro. Simplemente intermedio.

Entre tanta caminata me pierdo en mi propio laberinto de pensamientos e ideas que nunca me atreví a llevar más allá de las propias hojas de un pequeño cuaderno, el que siempre me acompaña y nunca me abandona. El único que me conoce de verdad y lo sabe todo sobre mí.

De fondo suena ‘’Turn me on’’de Norah Jones  y de pronto lo único que deseo es que a la vuelta de esa esquina me espere ese alguien con las mismas ganas de verme que tiene el desierto, esperando la lluvia. Pero el frío me devuelve a mi realidad llena historias y canciones que se quedaron en la sombra del recuerdo.

Las calles están llenas de charcos, y ya no siento esa necesidad de saltar sobre ellos cogida de la mano de mi padre a la espera de su regañina. Y es que mi pequeña estatura no era un problema para hacerme creer que era capaz de saltarlo sin ni si quiera mojarme o caerme dentro de él. Ya no hay voces dentro de mí que me animan a saltar al vacío sin miedo a la caída. Sin embargo,  ya no tengo esa mano que me sujetaba para no caerme; tampoco hay charco ni vacío, tan solo las gotas me asustan.

Sigo con mi ruta en la que solo estamos mi mente y yo, ¿para qué más? Empiezo a echar de menos tu mano, la que siempre me guiaba entre la tormenta. ¿Te acuerdas de cuando el viento era el que nos guiaba a yo qué sé dónde? Tal vez no lo dijera, pero el sitio era lo de menos. Y la lluvia, tampoco era un problema. Antes nada ni nadie era capaz de pararme en seco para confirmar lo evidente. Nunca me ha gustado tener que repetir las cosas, pero tú hacías que tuviera ganas de hacerlo a cada paso que dábamos.

Y por lo visto eso no era amor.

Nunca me gustó empezar algo y no acabarlo, soy de las que terminan todo lo que se proponen.

Es fácil, no me gusta perder. Pero esta vez no fui yo la que ganó, solo la que se quedó con ganas de más.

Soy indecisa, demasiado. Pero a veces nace ese pequeño instinto dentro al que no puedo negarle su elección. Y por fin me siento. Aquí se respira tranquilidad. Es ese tipo de tranquilidad silenciosa y a la vez ruidosa; retumba en mi cabeza. Hasta ahora nunca me había dado cuenta de que a veces las palabras sobran, de que no nos hacen sentirnos más acompañados por el mero hecho de salir disparadas como misiles que explotan y nos ciegan entre tanto fuego y humo.


Y es que yo… prefiero el silencio. Ese silencio en el que solo hay espacio para el ruido de la lluvia y la buena música. 



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