Después de tanta guerra interior, me he acostumbrado a la
música alta, al café medio caliente y a vivir en mitad de mi desorden.
Me he acostumbrado a dejar sonar el despertador, una y otra
vez. A llegar tarde casi siempre.
Después de todo, cruzar en rojo, desayunar a medias y
peinarme a ciegas en mi espejo imaginario se ha convertido en una rutina amarga
y sosa desde aquella tarde de Noviembre.
Lluviosa. Oscura. Triste y fría.
Aún sigo con esa estúpida esperanza de cruzarme con tu
mirada entre tanto desconocido.
Debería dejarme llevar por cada impulso que siento cada vez
que tu recuerdo decide hacerle visitas efímeras a mi mente. O tal vez no tan
cortas.
Aún recuerdo las noches llenas de risas y debates.
Todavía me costaba mirarte a los ojos directamente.
Y otra vez, el frío y la soledad vuelven a mí.
No sé cómo ni por qué decidí fijarme en tu tímida sonrisa.
Pero si sé algo, es que no me arrepiento de haberlo hecho.
Conservo cada una de las miradas que me dedicabas en mi
mente. En un pequeño rinconcito al que fui haciendo espacio poco a poco.
Ahora solo queda polvo.
Suena el eco de tu voz cada vez que grito tu nombre y nadie
contesta.
De pronto, dejé de ser todo aquello que siempre quisiste.
Ahora tenías eso y más.
Y es triste, porque sigo aquí sentada.
La espera se alarga y como cada día, no apareces.
Cada segundo que pasa, la tinta que rodea el contorno de esa
preciosa letra quema.
Arde como nunca.
Ahora sí, te llevaste contigo todas las razones por las que
seguir esperando.
Ya no.
Nunca más.
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